top of page

Sabor a fado

Updated: Apr 18


Serie “Crónicas del placer por la boca”. Cuento tres.



Existen ciudades que suenan a la voz de ciertos artistas, incluso sumidas en el silencio de las madrugadas. París, por ejemplo, suena a Piaf. Las Vegas suena a Elvis. Nueva York suena a Sinatra. México siempre regala notas de Chavela Vargas, y hay quienes no conciben caminar por Madrid sin Sabina de trasfondo. Amalia Rodrigues es la voz de Lisboa.


Esto era algo que yo desconocía al llegar al Aeropuerto da Portela una mañana lluviosa de Navidad. Tenía veinticuatro horas para regodearme en puros placeres hedonistas antes de viajar a Marruecos a encontrarme con amistades para cubrir un itinerario que apenas había leído. ¡Estaba en Lisboa! Esta ciudad fue un amor tardío en mi vida; la descubrí por casualidad en un viaje de negocios. Siempre quise regresar, y aquella vacación era el momento perfecto para intercalar una parada en Lisboa antes de volar a Casablanca. Abordé un taxi que me condujo al hotel Avenida Palace, el mismo de la primera vez. Había quedado irremediablemente enamorada de sus hipnóticas escaleras, su cursi decoración barroca del viejo mundo, y su ubicación. De ahí podía caminar a todas partes. Lo tenía todo puntillosamente planificado.


Entré a la habitación, con vista a la Plaza de los Restauradores. Me maquillé como si se tratara de una cita romántica y me puse una elegante gabardina negra. Cuando salí a la calle, parecía que iba rumbo a un encuentro con un amante en una película noir con el tenue rocío, la gabardina, la sombrilla y la actitud. Pero la ciudad era el único amante que me esperaba.

En cuestión de nada atravesé la plaza rumbo al Barrio Alto con una ligereza que escondía las ganas de echar a correr. En quince minutos llegué a la entrada del barrio ascendente, colorido y ruidoso, con su aroma a hierbas de ginja, y sus notas de fado revoloteando en el aire frío de diciembre. Me detuve en una esquina con un taller de cerámica a la derecha, y una galería a la izquierda. Cada una me jalaba por un brazo.

La ví en cuanto entré a la galería. Era una escultura en cerámica de una mujer con una gran falda de campana que formaba una jaula con un pobre pájaro atrapado. El pájaro lucía aterrado en su encierro. La pieza me pareció insolente. Sensacional. La compré en el acto al encantador dueño, Agostinho. El empaque de la pieza resultó de un tamaño considerable y le pregunté a Agostinho la ruta más directa hacia un taxi. Me explicó con parsimonia, y trazó un mapa en un Post it. Empecé a sudar bajo la gabardina. Debí haber usado el GPS, pero ya estaba atrapada y tampoco había buena señal en aquel laberinto del siglo XVI. Con el papelito en la mano y balanceando el paquete, comencé a bajar las calles empinadas de Barrio Alto. No había taxis por ningún lado.


Fue en ese preciso instante, cuando me detuve a preguntar direcciones en un cuartel que vi en el camino, que mis planes se disolvieron como las notas de una guitarra portuguesa. Frente al cuartel había dos hombres conversando, uno uniformado y otro en ropa de civil. En mi portugués goleta, le pregunté al oficial cómo podía conseguir un taxi. Preguntó dónde me hospedaba y al decirle, me contestó que el hotel estaba “perto daqui”. ¿Cerca de aquí? ¿Lejos de aquí? Ni idea…El policía hablaba con el otro hombre tan deprisa que sólo pude captar la palabra “hotel” y eso, porque es igual en ambos idiomas. En un español maltratado a golpes, el oficial me dijo que su compañero me llevaría. ¿A dóndeeeeee? ¿Al taxi o al hotel? ¿Cómo se dice ‘parada de taxis’ en portugués? Una gota de sudor me bajó por la espalda en dirección a las nalgas. Moví las caderas para redirigir la gota por otro lado. El pobre policía debió ver mi incomodidad y suspicacia, pero me mantuve firme: si estaban ofreciendo escoltas gratis a turistas perdidas por Lisboa, prefería a alguien en uniforme.


Entonces me fijé en el otro hombre, y dejé que la gota de sudor me surcada por donde le diera la gana. Si su dueño hubiera querido ver su rostro plasmado en la portada de una revista, lo hubiera logrado sin mucho esfuerzo. No se trataba de una belleza hiper masculina; más bien era una belleza abierta y amable. Mãe de Deus

El bello amigo se compadeció de mí.

—Bom dia, senhorita. Soy el oficial Henriques. Acabo de salir de mi turno, por eso no llevo uniforme. Estamos muy cerca de su hotel. Con gusto la llevo—Me habló en un español mejor que el otro, y tomó el paquete de mis brazos. Echamos a caminar cuesta abajo.

Le dije mi nombre y le pregunté el suyo: Tadeu. Me dijo su significado: “El que tiene buen corazón”.

Tuve que sonreír. ¿Hay algo más que pedir al cosmos cuando un espléndido oficial portugués de buen corazón te carga los paquetes y encima te sirve de guía? En un instante ya estábamos cerca de la plaza y divisé mi hotel al otro lado. ¿Y ahora, qué? ¿Lo invito a tomar algo, en agradecimiento por su gentileza (y sus genes)…o sería impropio convidar a un oficial de la ley? Decidí que podía arriesgarme a hacer el ridículo dada mi condición de turista, y lo invité. En la barra del hotel ordené una copa de vino y él una cerveza. Quisiera ofrecer detalles de esa primera conversación, pero no los tengo. Lo que guardo en la memoria es más bien una sensación de euforia y calma a la vez, la fuerza de la presencia de aquel ser radiante con quien conversaba cómodamente en la barra de un hotel como si fuera un viejo amigo.


Le dije que deseaba regresar a Barrio Alto a comer y a Alfama a escuchar fado, y pregunté si tenía recomendaciones. Terminó su cerveza y me dijo que estaba libre el resto del día y que con gusto me acompañaría a sus lugares favoritos.

—Gracias, Tadeu. Pide otra cerveza en lo que dejo el paquete en mi habitación y me cambio. Regreso enseguida.

Salí de la barra caminando toda lánguida, cool y sin aparente prisa, pero en cuanto estuve fuera de su campo de visión, eché a correr desbocada hacia el elevador. En quince minutos cronometrados que debieron batir algún récord, me bañé (del cuello hacia abajo para preservar el maquillaje y el cabello), me puse ropa interior nueva (no deseo abundar sobre este detalle), y uno de esos vestidos geniales que se asoma a la vecindad de lo sexy, pero se detiene justo a tiempo en la ambigüedad, donde radica la verdadera sensualidad. Me cepillé el cabello, y salí con la gabardina y mi bolso.


Tadeu me mostró su Lisboa. No la de los turistas, pero tampoco la de todos los locales. Me llevó a los intestinos de la ciudad, adónde acude a divertirse el tipo de público más difícil de complacer: el que tiene que trabajar duro por su dinero y no lo malgasta en entretenimientos mediocres; lugares donde el público saca del escenario a un cantante de fado que no da la talla, y no acepta nada menos que gastronomía simple pero genuina, robustas cervezas locales de barril, vino verde sin mucho adorno, o chupitos de ginja.

Tadeu nos condujo a un establecimiento cuyo leitmotiv era la legendaria cantante de fado, Amalia Rodrigues. Adentro, todo era memorabilia, afiches y fotografías en blanco y negro autografiadas por diva. El dueño del pub saludó a Tadeu y sin preguntar, nos trajo cervezas, aceitunas carnosas bañadas en aceite verde, fragante pan artesanal y queso de leche cruda de oveja. Con la voz de Amalia de fondo, los platillos siguieron saliendo de la cocina hasta que perdí la cuenta.


Nos despedimos de doña Amalia y llegamos hasta el Castillo de San Jorge. A la entrada, Tadeu compró un paquete de fresas enormes del color de la sangre. Las engullimos todas a la sombra de un gran árbol, con la cercana compañía de un pavo real. La distancia era corta de ahí hasta Alfama, la cuna de Amalia. Ya iba cayendo la noche cuando llegamos a "Coração de Alfama". “El corazón de Alfama”, descubierto de la mano de aquel hombre con nombre de buen corazón.

En el lugar había un escenario y un restaurante, pero Tadeu me informó que allí no se iba a comer, sino a escuchar fado. El espectáculo ofrecía una mezcla de cantantes profesionales y un micrófono abierto para artistas emergentes. Según mi amigo, a veces, con suerte, se podía presenciar el momento del alumbramiento de una nueva gran voz. No sé si esa noche escuchamos una voz excepcional. Todas me sonaron sublimes, angustiosas, melancólicas. Recuerdo en especial a una chica ataviada de negro que acariciaba el fado con su voz, y dejaba el alma en cada nota. En ese momento, mis sentidos pulsaban enardecidos ante la confluencia de tanta belleza en la música, en los sabores del día, en el aroma a tabaco dulce del lugar, y en la sublimidad que la ciudad de Tadeu deplegaba para mi deleite.


Llegamos al hotel de madrugada. En la recepción nos miramos por un largo rato. En todo un día y una noche no habíamos intercambiado ni los datos personales más básicos. Desmenuzamos cien temas, incluso algunos que, por mi parte, nunca había hablado con nadie, pero no intercambiamos información personal excepto nuestros nombres. Ambos intuimos que conocer los detalles pedestres de cada uno, nuestros estados civiles, responsabilidades familiares o líos románticos, rompería la magia del momento como una pompa de jabón.


Sonrió con la melancolía misma del fado y por despedida, me susurró cantando…

Que estranha forma de vida

Tem este meu coração

Vive de vida perdida

Quem lhe daria o condão

Que estranha forma de vida…


Besó mi mano y besé su mejilla. Nos regalamos aquel día. Aún conservo el disparatado mapa dibujado por Agostinho que me llevó a Tadeu. Hay días que contienen la magia de una vida.


Nunca nos volvimos a ver.

© Derechos reservados Ada Torres Toro, LLC.


262 views0 comments

Recent Posts

See All
bottom of page