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La ciudad y el lamento

Primer lugar categoría Cuento, Certamen Literario Universidad Politécnica 2024


    Existen ciudades que suenan a la voz de ciertos artistas, incluso sumidas en el silencio inquieto de las madrugadas. Nueva York emana a Frank Sinatra junto a la neblina de las fugas de vapor de sus calles. París vibra con el sonido del gorrión que sale de la inmortal Edith Piaf. Las Vegas suena al barítono de Elvis Presley. Ciudad de México siempre regala notas de Chavela Vargas, y Mar del Plata las de Astor Piazzolla. En San Juan de Puerto Rico vive el vibrato de tenor de Antonio Paoli, y hay quienes no conciben caminar de madrugada por las calles de Madrid sin sabor a whisky en la boca y el cinismo poético de Joaquín Sabina de acompañante. 

    Amalia Rodrigues es el sonido de Lisboa. 

    La licenciada había recorrido los centros de esas ciudades, siempre de madrugada, que es cuando las urbes desnudan su alma. De día, solo llegaba a conocer el aeropuerto correspondiente, el hotel y los salones de reuniones. Pero en sus noches de desvelo, que aumentaban con las cambiantes zonas de hora, tenía por costumbre salir a correr mientras la ciudad dormía. Nunca escuchaba música; se dedicaba a absorber los sonidos de la noche…el mantra citadino dormido, la vibración mortecina… hasta que eventualmente la voz que envuelve a cada ciudad se revelaba. En algunos lugares el asalto del sonido era instantáneo, como en Las Vegas, una ciudad que nunca se ha molestado con el concepto de la sutileza. En Lisboa, la introducción al sonido era más elegante, pero igualmente ubicua. 


    La licenciada llegó al Aeropuerto da Portela una mañana lluviosa, cinco días antes de la Navidad. Tenía veinticuatro horas para regodearse en puros placeres hedonistas en Lisboa antes de viajar a Marrakech donde se encontraría con sus amistades en el desierto para cubrir un itinerario navideño que apenas había leído. Iba con cinco abogados colegas que, como era de esperar, emitían demasiadas opiniones e instrucciones, a veces contradictorias. Había terminado por silenciar el grupo en Whatsapp para preguntarse qué nubarrón mental la había poseído cuando accedió a la idea del viaje. Evitar una Navidad sola, claro, pero ese era un escenario relativamente común para ella, y siempre se las arreglaba para pasarla bien (a veces, muy bien) sin necesidad de viajar a África con un grupo de compañeros de trabajo. Sabía que terminaría desperdiciando su dinero en sentarse en cafés en la plaza de Jemaa El Fna o en torno a fogatas en el desierto a escuchar chismes de los casos pendientes de cada uno. Distinto escenario, misma conversación. Distinta vestimenta, misma pinta de esclavos corporativos que ella criticaba en silencio y abrazaba con entusiasmo en público.  Quizás por eso, lo más que le interesaba de aquel viaje era la parada de conexión previa a Marrakech. ¡Lisboa! La ciudad fue un amor tardío en su vida. La descubrió por casualidad en un viaje de negocios del despacho jurídico para el que trabajaba. Siempre quiso regresar, y aquella vacación era el momento perfecto para intercalar una parada allí antes de volar a Marruecos. Abordó un taxi que la condujo al hotel Avenida Palace, el mismo de la primera vez que visitó Lisboa. Había quedado irremediablemente enamorada de sus hipnóticas escaleras, su decadente decoración barroca tan de viejo mundo, y su interesante historia. Lisboa se convirtió en un centro neurálgico de espionaje de alemanes, americanos e ingleses por igual durante la Segunda Guerra Mundial, dato que la licenciada conocía únicamente porque la reputación de la ciudad se mencionaba en la película Casablanca, una de sus favoritas. También averiguó que el hotel Avenida Palace había sido el preferido de muchos espías de la época. Entró a la habitación, con vista a la Plaza de los Restauradores, y sonrió como si el paisaje le pintara un día soleado, en vez de uno gris y melancólico como el fado al que sonaba la ciudad. Se cambió, se maquilló como si se tratara de una cita romántica y se puso una elegante gabardina negra. Cuando salió a la calle, sintió que iba rumbo a un encuentro con un amante en una película noir con el tenue rocío, la sombrilla y la anticipación. Pero la ciudad era el único amante que la esperaba. En cuestión de nada, atravesó la plaza rumbo al Barrio Alto con una ligereza que escondía las ganas de echar a correr. En quince minutos llegó a la entrada del barrio ascendente, tejido de edificios antiguos con fachadas azulejadas, balcones desbordados de plantas, y ropa tendida que flotaba como saludando la vista panorámica hacia el río Tajo. A través de la suela de sus botas podía sentir la textura áspera e irregular de las calles empedradas, con su aroma a hierbas de ginja revoloteando en el aire frío de diciembre. 

    Se detuvo en una esquina con un taller de cerámica a la derecha, y una galería a la izquierda. Cada una la jalaba por un brazo. La vió en cuanto entró a la galería. Era una escultura en cerámica de una mujer con una gran falda de campana que formaba una jaula a través de la cual se avistaba un pájaro atrapado. El ave lucía aterrado en su encierro. La pieza le pareció insolente…le molestó de un modo casi personal. Simultáneamente, le fascinó. La atendió el dueño, Agostinho, un encantador embajador de la bonhomía portuguesa quien le regaló un adorno de árbol de Navidad hecho en cerámica de las típicas baldosas azules y blancas. La licenciada lo observó en la palma de su mano, y se alegró de no saber portugués y por lo tanto no poder decirle a Agostinho que nunca había puesto un árbol de Navidad en su vida adulta. Le sonrió y susurró, “Obrigado”. 

    El paquete que contenía la pieza de la muñeca carcelera resultó de un tamaño considerable, y le preguntó la ruta más directa hacia un taxi. Agostinho le explicó con parsimonia en portugués, y trazó un mapa en un Post it amarillo. La licenciada empezó a sudar bajo la gabardina. Debió haber usado el GPS de su móvil, pero ya estaba atrapada en una conversación detallada que no entendía, y tampoco había buena señal en aquel laberinto del siglo XVI. Se despidió de Agostinho, y con el papelito en una mano y el paquete en la otra, comenzó a bajar la calle empinadas con la esperanza de toparse con el funicular de Gloria. No tuvo suerte, y tampoco había taxis libres por ningún lado. 

    Vio un cuartel de Policia de Segurança Publica en el camino, y se detuvo a preguntar direcciones. Sin saberlo aún, en ese instante sus meticulosos planes se disolvieron como las notas de una guitarra portuguesa. Frente al cuartel había dos hombres conversando, uno uniformado y otro en ropa de civil. Con las pocas palabras que sabía en portugués, preguntó al oficial cómo conseguir un taxi. El policía le preguntó dónde se hospedaba y al decirle, le indicó que el hotel estaba, “perto daqui”. ¿Cerca de aquí? ¿Lejos de aquí?… El policía hablaba con el otro hombre tan deprisa que sólo pudo captar la palabra “hotel” y eso, porque es igual en ambos idiomas. En un español maltratado, el oficial le dijo que su compañero la llevaría. ¿A dóndeeeeee? ¿Al taxi o al hotel? ¿Cómo se dice ‘parada de taxis’ en portugués? Una gota de sudor le bajó por la espalda en dirección a las nalgas. Movió las caderas para redirigir la gota por otro lado. Entonces se fijó en el otro hombre, y dejó que la gota de sudor la surcara por donde quiso. No se trataba de una belleza hiper masculina; más bien era una belleza abierta y amable. Mãe de Deus… El bello amigo se compadeció de ella. 

    —Bom dia, senhorita. Soy el oficial Henriques. Acabo de salir de mi turno, por eso no llevo uniforme. Estamos muy cerca de su hotel. Con gusto la acompaño—. Habló en un español mucho mejor que el otro oficial, y le tomó el paquete de los brazos. Echaron a caminar cuesta abajo. 

    La licenciada se presentó, y le preguntó su nombre de pila: Tadeu. Le dijo su significado: “El que tiene buen corazón”. La licenciada tuvo que sonreír. ¿Hay algo más que pedir al cosmos que un espléndido oficial portugués de buen corazón te carga los paquetes y encima sirve de guía? En un instante ya estaban cerca de la plaza y del hotel al otro lado. ¿Y ahora? ¿Lo invito a tomar algo, en agradecimiento por su gentileza…o sería impropio convidar a un oficial del orden público? Decidió que podía arriesgarse a hacer el ridículo o a ser arrestada dada su condición temporera de turista, y lo invitó a la barra del hotel. Ella ordenó una copa de vino y él una cerveza. Años después, cuando quiso recordar los detalles de cuando entraron al recinto, o el inicio de esa primera conversación, se dio cuenta de que no los tenía. Lo que guardaba en la memoria era más bien una sensación entretejida de euforia y calma que emanaba de la presencia de aquel ser con quien conversaba cómodamente como si fuera un viejo amigo. Sintió que se había desvelado antes con él en vidas distantes cobijadas bajo un mismo techo…que habían escuchado la misma lluvia con melodía a saudade

    

Le dijo que deseaba ir a Alfama a comer y escuchar fado, y preguntó si tenía recomendaciones. Tadeu terminó su cerveza y le dijo que estaba libre hasta la mañana siguiente, y que con gusto le mostraría sus lugares favoritos.  En la recepción, el concierge les entregó dos sombrillas rojas con el nombre del hotel, y salieron a la calle que los recibió con luces de Navidad humedecidas. 

    Tadeu le mostró su Lisboa. No la de los turistas, pero tampoco la de todos los locales. La llevó a los intestinos de la ciudad, adónde acude a divertirse el tipo de público más difícil de complacer: el que tiene que trabajar duro por su dinero y no lo malgasta en entretenimientos mediocres; lugares donde el público saca del escenario a un cantante que no da la talla, y no acepta nada menos que gastronomía simple pero genuina, robustas cervezas locales de barril, vino verde sin mucho adorno, o chupitos de ginja.  

    Comieron en el Café Martinho do Arcada, uno de los más antiguos de la ciudad, y que Tadeu sentenció como una parada indispensable porque fue allí donde el célebre escritor Fernando Pessoa escribió muchos de sus poemas. 

   Terminaron con dos bicas, y con el impulso de la cafeína, echaron a caminar hacia el Castillo de San Jorge. A la entrada, Tadeu compró un paquete de fresas enormes del color de la sangre. Las engulleron a la sombra de un gran árbol, con la compañía de un pavo real que modelaba, presumiendo de su escandalosa belleza. Por algún motivo que ya no recordaba, se encontró hablando de sus años universitarios y de su ambición. Tadeu le habló de su niñez, que transcurrió feliz en Alfama, cerca de su familia y de sus amistades de toda la vida. Le dijo que la distancia era corta de ahí hasta el lugar donde creció, que era también la cuna de Amalia Rodrigues. 

    Ya caía la tarde cuando llegaron al corazón de Alfama, descubierto de la mano de aquel hombre con nombre de buen corazón. Entraron a un establecimiento cuyo leitmotiv era la legendaria Amalia. Adentro, todo era memorabilia, vinilos, afiches y fotografías en blanco y negro autografiadas por la diva. 

    El dueño del pub saludó a Tadeu por su nombre, y sin preguntar, trajo cervezas, y aceitunas carnosas bañadas en aceite verde. Con la voz de Amalia entonando Estranha forma de vida, los platillos siguieron llegando de la cocina. 

     —¿Sabías que Amalia intentó quitarse la vida a los doce años durante una rabieta con su abuela?

    —¿En serio?

    —No muy en serio, pero lo intentó. En realidad no era su intención morir. Lo dijo en su adultez: “Cuando vi La dama de las camelias lloré, bebí vinagre para ser como ella; me ponía en la ventana para que me diera el aire, y pillar la tuberculosis. No entendía nada, solo que el padre era malo y que se mató por eso. Quería morir así”.

    —Que histriónica, la diva.

    —Tuvo motivos para serlo. Sus padres la dejaron en una chabola con su abuela analfabeta para que la criara. Tampoco fue la única vez que intentó suicidarse. También trató luego de su  divorcio, pero igual no lo logró. Creo que su verdadero gran amor fue el fado, y su música la seguía rescatando de la muerte. 

    —Leí en alguna parte que tuvo una robusta e interesante lista internacional de amantes. Quizás eso también ayudó—. Tadeu echó una carcajada, y la licenciada pensó que toda la belleza de Lisboa cabía en esa singular sonrisa, otorgada sin reservas. 

   —Tal vez, quién sabe. Se dice que fue amante del dictador António de Oliveira Salazar. También se entretuvo con aristócratas exiliados en Estoril, con el depuesto rey de Italia, Umberto II, y el diplomático y gigolo dominicano Porfirio Rubirosa.

   —Mãe de Deus, ahí hay material de inspiración para fado de sobra…¿Cómo sabes tanto de ella? 

    —Mis abuelos la adoraban. Luego de la Revolución de los Claveles, tuvo que exiliarse a París, pero con los años, Portugal hizo las paces con ella, y es nuestra indiscutible voz nacional. 

    —Entonces, ¿crees en la redención?

    —No lo sé. Pero creo en la verdad que sale de la voz de Amalia. Creo que es la esencia de un lamento humano eterno—. Mientras más escuchaba a su policía- filósofo, más le daba la sensación de que Tadeu intuía la fórmula de cómo navegar la saudade inevitable de la vida mucho mejor que ella, que hasta la fecha solo había encontrado la droga de la distracción del trabajo y las relaciones pasajeras. 

    Salieron a los callejones coloridos del barrio que ofrecía un caleidoscopio de personajes... un carpintero que terminaba la jornada, con su camisa abierta y el hilo de oro de una cadena enrollado en el vello del pecho… la señora vestida de negro que recogía la ropa del tendedero mientras intercambiaba un rosario de quejas con la vecina... los niños en la calle jugando fútbol…Tadeu le dijo que hay cosas en Alfama que han cambiado muy poco con el paso de los años.

    Se detuvo frente a un establecimiento que consistía de un escenario y un restaurante, pero Tadeu le aseguró que allí no se iba a comer, sino a escuchar fado. El dueño lo recibió con un abrazo y los condujo a una mesa cerca del escenario. El espectáculo ofrecía una mezcla de cantantes profesionales y un micrófono abierto para amateurs y, a veces, con suerte, se podía presenciar el momento del alumbramiento de una gran voz, explicó Tadeu. La licenciada no supo si esa noche escucharon una voz excepcional; todas le sonaron sublimes, lánguidas. Vidas que suspiraban y exhalaban entelequias. Quedó prendada de una chica ataviada de negro que acariciaba las canciones con su voz, y empeñaba el alma en cada nota. 

    En ese momento, sus sentidos pulsaban enardecidos ante la confluencia de tanta belleza en la música, en los sabores del día, en el aroma a tabaco dulce del lugar, y en el alma de Tadeu, allí desplegada para su deleite privado. Había hablado con él sobre tantos temas y asuntos íntimos, incluso algunos que, por parte de ella, nunca había compartido con nadie, y el darse cuenta de ello, la envolvió en el lamento de Amalia.  

    Regresaron de madrugada al Avenida Palace, madriguera de espías del siglo pasado. Frente al hotel, bajo dos sombrillas rojas, se miraron. En todo un día y una noche no habían intercambiado sus contactos. Desmenuzaron sus vidas, mas no se ofrecieron información personal excepto sus nombres. Ambos intuían que conocer los detalles pedestres de cada uno, sus estados civiles, responsabilidades o líos románticos, destruiría la magia del momento como una pompa citadina de jabón.  

    —Gracias por mostrarme el sonido de tu ciudad, Tadeu. 

    —Gracias a ti. Fue como conocer mi propia ciudad por primera vez. Por cierto, ¿a qué suena la tuya?

    —¿A qué suena la ciudad donde vivo?

     —No. A qué suena el lugar donde naciste…

    La licenciada bajó la vista y pensó, y pensó. Descartó los clichés que le vinieron a la mente y en vez, trató de describir la esencia de ese sonido.

    —Suena a silencio.  

    Tadeu sonrió con la melancolía misma del fado y por despedida, le susurró cantando…

Que estranha forma de vida


Tem este meu coração


Vive de vida perdida


Quem lhe daria o condão


Que estranha forma de vida…


    Él le besó la mano, y ella besó su mejilla. Se regalaron aquel día y aquella noche que quedaron conservados en sus memorias. 

    Tiempo después, cuando entendió lo que significaba aquello de, “la esencia de un lamento eterno”, la licenciada aún conservaba como un tesoro el disparatado mapa dibujado por Agostinho que la llevó por los laberintos de la ciudad para regalarle aquel día con Tadeu Henriques. También sabía de memoria la continuación de esa canción susurrada en aquella madrugada fría de Navidad, y la tarareaba a sí misma de vez en cuando, cuando quería obligarse a sonreír. 

     Corazón que no manda

    Vives perdido entre la gente

   Sangrado persistente

  Corazón independiente


   Hay días que contienen la magia de toda una vida.  Nunca se volvieron a ver.

FIN

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