Resplandor digital
Inspirado en las líricas de "Para Qué Olvidar” de Nore Feliciano.
Serie Crónicas del Placer
De levantar su cabeza por un instante, Gaby hubiera visto el espectáculo de estrellas que se contorsionaba como materia líquida. Pero en la oscuridad en el patio de su casa, el resplandor digital emitía la única luz que iluminaba su rostro mientras miraba la pantalla una y otra vez, cada treinta segundos, obsesivamente. Los caballos cerreros de Vieques relincharon hastiados.

Asómate una vez más, postea algo, déjame un recuerdo para soñarte… Gaby le rogaba al perfil digital que no había reportado novedades en el último minuto. Hizo un esfuerzo sobrehumano por rescatar algún remanente de dignidad propia, y apagó el maldito móvil. Se lo echó al bolsillo, y caminó hasta la parte trasera de la casa desierta.
Era un viernes en la noche y hasta en Vieques, con los pesares que se batallan a diario, todos en su familia tenían algún lugar donde estar. Todos, menos Gaby. Su hermana trabajaba en un hotel de lujo que ningún viequense hubiera podido pagar, y luego lo seguía de juerga con sus amistades. Su madre, Clara María, estaba en una cita con algún pretendiente, como de costumbre.
Era objeto de análisis frecuente en la familia, y en la comunidad viequense en general, la fórmula que había conjurado Clara María para tener una vida social que mujeres de San Juan hubieran envidiado. Era sencillamente incomprensible. Había que tomar en cuenta que el terreno de juego de Clara María era una islita casi despoblada, que era apéndice de otra isla más grande también despoblada… tan despoblada, que el gobernante de aquel momento le rogaba a la gente que copulara a ver si sumaban algunos unos miles de bebés al censo. Pero lo que no se tomaba en cuenta en esa exhortación a una orgía de reproducción masiva, pensaba Gaby, es lo difícil que es tener sexo en Vieques. Aún en la era digital, aquello era bien cuesta arriba, porque allí básicamente todo el mundo ya se revolcó con medio mundo, o se retiraron del asunto amatorio. A veces había que recurrir al reciclaje de parejas, algo que, como es de conocimiento universal, siempre es una mala idea.
Y aún en el rarísimo caso de que esa conexión copulativa se diera en Vieques para engordar el censo, ¿a dónde se suponía que las mujeres fueran a parir? ¿Debajo de los flamboyanes, como las yeguas?, divagó Gaby. Cualquier divagación o ruido mental era bienvenido si evitaba otra mirada a aquel tortuoso resplandor digital.
Sus pensamientos regresaron a su madre, que tanto le rogaba que cesara buscar señales de vida en Instagram. Claro, ese consejo era de fácil dispendio para Clara María, quien tenía a su favor una incandescente belleza taína, una maranta frondosa que le llegaba a las nalgas y ojos en perpetuo modo de flirteo. Sus caderas eran generosas y sandungueras, y terminaban abruptamente en una pequeña cintura que ella dejaba al descubierto con frecuencia para el deleite de locales y visitantes por igual. Durante sus veintiséis años de vida, Gaby había visto a innumerables hombres, y a mujeres también, hacer justamente eso: observar a Clara María con ojos de líbido desbocado. Una vez se lo comentó, y ella respondió: “Mi corazón, no importa quién o cómo miren, lo importante es que me miren”, y se echó a reír con esa carcajada explosiva tan de ella. Cómo hubiera querido Gaby haber heredado esa seguridad propia de que nadie estaba fuera de su alcance.
Abrió la nevera, sacó una lata de cerveza y caminó hasta el pequeño balcón. A poca distancia se desplegaba el malecón, y más allá, el resplandor de la noche salada sobre las aguas tranquilas de la playa Esperanza... Se conocieron en esa misma playa, un fin de semana largo de julio, cuando Vieques se inunda de embarcaciones de visitantes para quienes la islita no es más que un parque de diversiones acuáticas. Nicky se hospedó con sus amistades en el susodicho hotel, y con una llamada de su hermana, recayó sobre Gaby la tarea de guiar al grupo en una expedición por la bahía bioluminiscente.
Nicky y su gente eran inconfundiblemente sanjuaneros, o peor, de Guaynabo o algún municipio distópico parecido. El recorrido en kayak avanzó a fuerza del retumbe de Ozuna, Shakira, y el inevitable Spanglish. Los dinoflagelados, azorados, no se lucieron como de costumbre.
Igual, nadie les prestaba atención, con la borrachera épica en la que el grupo trabajaba con diligencia. Gaby cerró los ojos, intentando no escuchar el parloteo de "mira, dude" y "esa es mi girl", pero lograr aislarse de tanto comentario seso hueco era tarea para monjes tibetanos.

Abrió los ojos y quiso perderse en el agua adornada por el claro de luna. Fue entonces cuando se fijó en el rostro de Nicky, iluminado por el azul eléctrico del agua. Conectaron las miradas y sonrieron. El ruido de las besties y los despechos quedó atrás.
La expedición terminó, y el grupo partió hacia el hotel ubicado frente al negocio de Gaby. Nicky, sin embargo, se quedó en la playa con ganas de zambullirse en otro tipo de conversación, lejos de la algarabía forzada.
Se sentaron en la arena tibia y se contaron sus vidas. Se pintaron mutuamente un paisaje de temas que no se interrumpió hasta la madrugada. Al día siguiente, coincidieron en la playa Esperanza. Nicky se acercó a la choza de madera donde trabajaba Gaby y retomaron la conversación donde la dejaron.
Meses después, Gaby conservaba un prístino álbum mental de las noches bailando juntos en una barra de vellonera lejos del hotel, y la visita al sitio de libros usados del pueblo. Comieron carrucho, bebieron bilí, y Gaby le mostró a Nicky retazos de playas tan transparentes que dejaban ver a los peces acariciar los pies.
El domingo Nicky regresó a su vida. En ese momento, su feed en las redes mostraba sus vacaciones en Vieques, y Gaby figuraba en muchas de las fotografías. Pero con el paso de las semanas, las imágenes fueron cambiando, reflejando cómo la vida de Nicky se acomodaba nuevamente en su rutina metropolitana.
Se sumaron los meses de espera. Se mantenían en contacto, pero un próximo encuentro no se concretaba, como si en vez de vivir en dos islas de un mismo archipiélago, estuvieran separados por continentes. En las noches, Gaby quería escribirle que regresara sin pensarlo más, que le regalaría una nueva playa donde podrían hablar y besarse sin mirar el reloj.
Pasó un año, y llegó el mismo fin de semana largo de un nuevo mes de julio. Ya Gaby no seguía las redes de Nicky, ni alimentaba aquella historia irreal de caminos cruzados. Con el tiempo, volvió a apreciar sus estrellas, en lugar del resplandor digital.
Ese viernes, Gaby tenía agendada una reserva para una excursión nocturna para dos, y llegó con tiempo para preparar el equipo. Su móvil vibró… Ojalá no sea una cancelación, pensó. Entonces, leyó el mensaje en la pantalla iluminada:
Hoy escuché la estrofa de una canción que me recordó a ti. Dice:
Olvida la espera, cruza la selva
Cruza el mar
Que te juro, llegarás a puerto seguro
Y una ola de besos te recibirá
Gaby se volteó, y ahí estaba Nicky. Sin música. Sin amigos. Sin resplandor digital. Había cruzado el mar en una ola de besos, y ahora, al fin, atracaba en puerto seguro.
Dedicado a Nore Feliciano y Mara Torres León. Son ustedes el resplandor. Proyecto X3. Para ver la primera transmisión de este cuento en vivo, ve a mi página de autora de Facebook y disfruta del cuento a tres tiempos.


