Un dÃa y una noche en mi casa, en mi tierra que descansa en el sur.
Un dÃa de Paloma y de libros, de pasillos centenarios habitados por ilustres fantasmas señoriales.
Aires de carnaval y de Serie del Caribe.
Una noche de caminata por la plaza, la misma donde en el siglo pasado, mi padre enamoró a mi madre.
Un parque de delicias con helados de coco y
de chocolate que saben a niñez.
Una catedral cerrada y triste a la que no invitaron a la fiesta.
Los leones domados y mojados de rocÃo.
El vetusto edificio de la alcaldÃa…un faro rojo a la derecha, uno blanco a la izquierda…el sitio donde siglos antes fusilaban gente y ahora fusilan esperanza…
El balcón en mi habitación de techos altÃsimos.
Una butaca rococó para leer por quinta vez a Pedro Páramo.
Las ganas de preguntar a Juan Rulfo si en mi Ponce dormido no hay algo del espÃritu del olvidado de Comala…
La cama que se mueve suavemente como un arrullo de cuna, con cada temblor al que ya nos acostumbramos; el esqueleto del volcán gigante que se estira.
La tumba cercana de mi madre.
La tumba perdida de mi padre.
La iglesia donde pasé los domingos de mi niñez tejiendo historias durante la misa, entretenida con la mantilla y la peineta de nácar en el moño majo de mi abuela.
Recuerdos de castañuelas, sevillanas y Ducados.
La risa del ceibeño que me acompaña y que se cree ponceño. Lo es. La ciudad le coquetea.
Esta es mi tierra, mis leonas y mi ciudad. Este es el Camelot de Gautier y mÃo. Es tan mÃo como mi piel.
Rugimos, aún cuando nos herimos.
Sureños.
Fantasmas.
Eternos.
Inmortales.