Luego de la devoción por escribir y leer todo lo que caía en mis manos, la tercera pasión insistente y testaruda que me descubrí fue viajar. Viajar, claro está, es una pasión un tanto más ambiciosa que comprar un libro o una nueva libreta para escribir. Pero las pasiones no piden permiso, ni se ocupan de trivialidades como presupuestos o costos de pasajes de avión.
Una vez le comenté a una amiga muy querida que quizás esta pasión por conocer mundo, que a veces asemeja más una necesidad, tiene que ver con mi nacimiento en una isla pequeña. Ella, poéticamente, me respondió que esa sensación de encierro que me producía vivir en un país pequeño, le proporcionaba a ella una sensación de libertad, al saberse rodeada de agua, y por tanto, de horizontes infinitos. Me hipnotizaron sus palabras, más no menguaron mi necesidad de conocer cómo viven más allá de ese horizonte, más allá de mis hermosas costas.
Comencé temprano. Pasé veranos enteros en mi pre adolescencia viajando “sola” (realmente con algún pariente supervisando y acompañando), lejos de mis progenitores, de lo conocido, de lo cotidiano, de mis rutinas y de mi comodidad. Esa deliciosa sensación de extrañeza, de existir fuera de mi país, resultó en un sabor melifluo que nunca pude dejar de consumir. La única desintoxicación posible siempre es otro viaje, otra cultura, otro idioma, otra manera de deconstruir prejuicios y mirar el mundo con ojos nuevos.
Esa deliciosa sensación de extrañeza, de existir fuera de mi país, resultó en un sabor melifluo
De adolescente comencé a viajar por Europa hospedándome en hostales de dudosa higiene y baños compartidos, quedándome sin dinero para regresar al aeropuerto, y en Sevilla, sobreviviendo varios días a base de una estricta dieta líquida de gazpacho. Todo esto, lejos de amedrentarme, capturó mi alma. “¿Y qué habrá para descubrir en el próximo país?”, era la única pregunta que truena en mi ser cada vez que termino de visitar un lugar nuevo.
La sensación de hacer una maleta es para mí, la misma que sienten algunas personas al llegar a su hogar luego de mucho tiempo. Es familiar y reconfortante. Los aviones son mi sala. Los hoteles o casas de amistades que he cultivado alrededor del mundo, son tan familiares para mí como la mía propia porque mi concepto de “hogar”, me doy cuenta, es vasto, y en él cabe todo un planeta.
Viajar el mundo (y todo lo que me falta) me ha servido para tener una visión abierta sobre lo que me encuentro en el camino. Es muy difícil viajar extensamente y permanecer cerrada de mente, insensible hacia otras culturas, ciega ante la realidad de lo inconsecuentes que realmente somos. Viajar me da la perspectiva necesaria para sacarme de mi propia cabeza y sentir humildad ante todo lo que no conozco, todo lo que no sé, todo lo que no he probado, todo lo que no he visto.
Hay quienes asocian la práctica de la meditación y el sentido de presencia con la habilidad de acallar la mente, y experimentar ese estado puro de existencia que nace cuando los pensamientos incesantes se detienen por unos preciados segundos. Soy capaz de llegar a ese estado cuando veo el paisaje de un lugar nuevo en el que estoy a punto de sumergirme. Viajar es, para mí, meditar.
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