Lo primero que hacía cuando llegaba al museo era visitarla. Atesoraba esos contados minutos con ella, antes de la llegada de los turistas.
Anotó su entrada en la oficina de seguridad y echó a caminar hacia el interior del museo. Recorrió tres salas hasta que la figura majestuosa se reveló ante él. Lucía igual que la noche anterior, igual que el año anterior, inalterada por los siglos. Era hermosa. Piel de alabastro fría y sedosa. Ojos vacíos pero sosegados. Cabello ondulado y recogido como diosa griega. Se acercó a ella y la acarició con ternura, como todas las mañanas y las noches.
Ya no guardaba en su memoria el momento de la llegada al museo de la reproducción a menor escala de la Venus de Milo. Solo sabía que un día le asignaron la seguridad de la sala de la diosa, y poco después se encontró hablándole, como si fueran viejos amigos.
Nunca le comentaba de sus pesares, sólo de sus lecturas y de lo que pasaba allá afuera, en aquel mundo disparatado y caótico que ella desconocía más allá del salón que la contenía. Quería deleitarla, no abrumarla con el poema blanco, sin ritmo, de su propia vida.
Alcanzó la vejez, sobrellevando el metrónomo de su rutina en el mismo trabajo. Un día despertó sereno, sin la angustia diaria que se tomaba con el café, y supo que le quedaba poco por vivir. Respiró, satisfecho. Esa noche, cuando se quedó a solas con ella, por fin la besó en los labios.
Cerró los ojos al besarla, y se vio joven y buen mozo, como cuando la conoció. Sus propios labios se sentían fríos como el mármol, pero los de ella eran cálidos y suaves. Sabían al primer beso de una amante.
Murió esa noche en su silla de guardia, arrullado por el sueño imposible de un beso cálido.
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