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Los Participantes de Budapest

Updated: Feb 23

Cuento corto


Participante Uno llegó a Budapest sin compañía. Tenía poco en la maleta, apenas un cambio de ropa. El resto del espacio lo ocupaban libretas a medio llenar con pensamientos inconexos a los que no lograba inyectar el hálito de vida necesario para hacerlos legibles. Un taxi le llevó de la estación del tren al hotel, tan contrastante con su críptico equipaje. El hotel era todo mármol, todo lujo neogótico. El espacio se desperdiciaba como un acento decorativo calculado.

Entró a la habitación con vista al río Danubio que había reservado. El Danubio… esa vena de agua que competía con otras por la historia más sangrienta entre los ríos del mundo. Miró a lo lejos hacia Lánchíd, el puente de cadenas que une a la ciudad partida en dos: Buda, donde se encontraba como Participante Uno, y Pest, al otro lado del Danubio, donde presumiblemente se encontraba Participante Dos. Su vista acarició el horizonte y se movió hacia la plaza Kossuth Lajos Ter, hasta posarse sobre el icónico edificio del parlamento. Se sentó ante el escritorio de la habitación y vació una descripción de aquella vista en una de las libretas como un ejercicio, como quien hace un estiramiento antes de comenzar a sudar en serio.

Al rato, bajó a la calle y echó a andar hasta un establecimiento de ropa que le agradó. Allí adquirió un atuendo negro que luego desplegó sobre la cama de su habitación y observó por un rato, pensando en su selección. Budapest le sabía a luto, pero un luto impersonal, como el dolor de una herida que, con el pasar del tiempo, no cicatriza pero tampoco molesta.

Luciendo el nuevo atuendo negro bajó a la barra del hotel, un bacanal de cristales y espejos. Esperó allí por unos minutos, martini en mano, hasta que llegó Participante Dos. Besos sonoros en cada mejilla y precavidas sonrisas replicadas por los espejos precedieron la primera ronda de copas, la única parte del ritual que habían acordado en conjunto. Después de esos dos tragos, cada Participante tendría a su cargo una mitad de la velada. La conversación saltó de lo liviano a lo inesperado sin transición, como si Participante Dos evaluara en la respuesta si debía continuar adelante con los planes.

—¿Sabías que la vida sexual del zar Alejandro II con su amante Katia resultó tan decadente que fue estudiada por médicos? Hasta intentaron prevenir sus encuentros.

—Caramba, si tuviera un euro por cada vez que alguien me ha preguntado eso hoy—replicó Participante Uno, pero Pero Participante Dos no apreció el sarcasmo, así que añadió—No tenía idea.

—Pues sí. Los detalles han trascendido gracias a la famosa correspondencia erótica que compartían. Estoy leyendo un libro sobre eso.

—¿Sobre la vida sexual de los zares?

—Sobre ese zar en específico. Vivió en una corte inundada de excesos, pero aún así se las ingenió para sobresalir entre los Romanov, entre otras cosas, por su candente correspondencia con Katia.

—¿Y qué te trajo Rusia a la mente? ¿Además de su estrecha relación con Hungría?

—¿No quieres saber el nombre del libro?

—No particularmente, no.

—¿Y tú, qué lees en estos días?

—Artículos sobre la trayectoria del chef del restaurante a donde iremos.

—Por supuesto.

—Vamos, ¿te parece?

Caminaron en silencio en el frío de finales de invierno. El silencio resultaba cómodo; la espera natural de dos personas que caminaban hacia un mismo destino Luego de un par de bloques, llegaron al Bock Bistro.

El pequeño y exclusivo local estaba repleto, a excepción de una solitaria mesa para dos que esperaba por ellos. De inmediato el maître les dio la bienvenida. Ya habiendo estudiado el menú, Participante Uno ordenó goulash, sushi de anguila y caviar con paté, solomillo a la húngara con hígado de oca, sorbete de vino tinto y un fenomenal plato de quesos, todo pareado con su correspondiente brebaje seleccionado por el sommelier. Cada plato era una revelación al paladar; un camino curvo que dejaba ver paisajes distintos a cada vuelta. Para cuando llegaron los quesos de consistencia de natilla y la quinta copa de vino, aquella referencia sin contexto sobre la sexualidad del zar Alejandro que había hecho previamente Participante Dos, le picó la curiosidad a Participante Uno, y retomó el tema.

—No me dijiste lo que te evocó a Rusia.

—Cierto. Leo diarios y correspondencia erótica histórica para explorar mi propia asexualidad.

—¿Asexualidad?

—No sé si es la palabra, o si quizás sea mera apatía o bajo líbido. Pero en cualquier caso, no poseo deseo sexual. Por eso busco placeres en otros lugares, como el paladar por ejemplo. Rusia me vino a la mente pensando en el lugar a donde iremos luego. Si tenemos suerte, verás por qué.

Participante Uno pagó, y salieron a la calle nuevamente. Acordaron caminar para bajar la pesada cena en lo que llegaban a la próxima experiencia que, según había adelantado Participante Dos, se llevaría a cabo en el distrito siete: el gueto judío durante la Segunda Guerra Mundial ubicado al otro lado del puente de cadenas, en Pest. Caminaron en dirección a la calle Karoly. En ruta, Participante Dos le fue narrando que a principios de siglo, diversos colectivos se apropiaron de edificios abandonados en el distrito judío y los convirtieron orgánicamente en extrañas barras de entropía. Participante Uno ya sabía de las romkocsma, o barras de ruinas que se levantaban en el enclave del que habían deportadas a sobre diez mil almas; no le parecía un ambiente armonizado con la experiencia gastronómica que esperaba, pero decidió dejarse llevar. Entraron a un callejón que los transportó a otro Budapest; uno despreocupado por fachadas barrocas o neogóticas, y que mostraba desafiante aquella cara desfigurada de hecatombe.

Participante Dos los dirigió a un edificio de tres niveles, sin puertas ni ventanas. Adentro, iban flotando de un espacio a otro por un laberinto de barras en distintas salas, con diversos tipos de música y decoraciones contrastantes. Ambos Participantes llegaron al sótano, donde se escenificaba un concierto de música alternativa. Participante Dos buscó un rincón razonablemente tranquilo, y le ordenó al mesero dos hamburguesas de la casa, sin cambios, ni instrucciones especiales. Por bebidas, ordenó cervezas belgas. Participante Uno apenas podía creerlo. ¿Cómo aquello podía competir con la decadente experiencia que acababan de degustar gracias a su cuidadosa planificación?

A los pocos minutos llegaron las hamburguesas. Eran perfectas en cada detalle imaginable. Estaban hechas de carne de cordero meticulosamente cocinada, rosada y jugosa en su interior asemejando una pomarrosa. Encima se esparcía una capa de queso azul coronada por una cama dorada de cebollas caramelizadas, todo comprimido entre dos pedazos de esponjoso pan artesanal que goteaba mantequilla. Participante Uno le dió un gran mordisco lleno de deseo a aquella rara perfección de alquimia de sabores. Los Participantes se miraron entre sí y sonrieron genuinamente por primera vez en la noche.

Entonces, un enorme orangután hizo su entrada triunfal entre los comensales, que no parecieron sorprendidos por la presencia del simio en una barra de Budapest. Participante Dos le explicó con emoción que el orangután Alejandro era famoso por su forma arbitraria de elegir quién le agradaba y quién no. Quien seleccionara el orangután Alejandro, podía beber y comer gratuitamente toda la noche, y acompañar al simio junto a su séquito, que lo seguía por las salas del edificio. Algo así como un zar en su corte. Participante Dos se irguió en la silla, con la seguridad de que sería la obvia elección, pero el orangután Alejandro siguió de largo sin reparar en la ilusión de Participante Dos. Participante Uno vio a su acompañante desinflarse, mientras menguaba la breve luz de emoción que se le había encendido en los ojos entre la experiencia de la hamburguesa y la llegada del animal. Vio cómo regresó a su falta de apetito por la vida, cómo retornó a la ausencia de unas ganas que no se saciaban por no saber qué apetecían.

Los Participantes regresaron al hotel y subieron a la habitación. Luego de apreciar juntos el amanecer por el ventanal que daba al Danubio, Participante Dos se tiró a dormir en el sofá. Participante Uno se bañó, descartó en el zafacón el atuendo de la noche anterior, y se vistió con la muda de ropa que trajo en su maleta. Sin hacer ruido se marchó, y dio instrucciones en recepción de que dejaran descansar a su acompañante hasta la hora de entregar la habitación. Tomó un taxi y partió de Budapest. Por el camino, el cielo se abrió limpio y azul por primera vez desde su llegada. Aquel color se tornó más intenso y alegre según se alejó más y más del hotel, y del acompañante que no sabía dónde encontrar placer.

Participante Uno exhaló, sintiendo que había escapado de algún peligro innominable. Sacó una de sus libretas para escribir sobre la extraña noche anterior y, por fin, sus historias conectaron y aletearon con placer.


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